lunes, 21 de octubre de 2013

FRANCISCO JOSÉ CRUZ





Esturión en un acuario

Viene del origen del mundo, por eso habita
en el fondo del mar, que es el fondo del tiempo.
Atravesó los siglos bajo el vidrio cambiante
de las aguas, para reproducirse
y atender el reclamo de lo eterno,
hasta llegar aquí:
espacio en que el final
del mundo ha levantado paredes de agua fija.
Quizá busque salir porque tantea
con sus barbillas táctiles.
El cristal es un agua que no tiene retorno
y así la transparencia no es más que un espejismo.
Extinguida su especie en esta cuenca
de largas amalgamas, sobrevive
en el agua estancada del destiempo.
Por ella sube y baja, sube y baja,
resignado tal vez al cautiverio
sin fin que lo condena
a no volver al mar y a no morir.
Su destino, por tanto, sigue siendo
nadar contra corriente,
aunque ya no remonte ningún río
y tan sólo se adapte
a estar fuera del mundo.
Hoy lo vemos flotando en un futuro
que no le corresponde 
y, a salvo de la vida, vive aún. 


MI VIEJA MÁQUINA

Desde la adolescencia
ya me acompaña
fijando mis silencios
y mis palabras.
Así que en ella he escrito
todos los poemas,
todos sin excepción
hasta la fecha.
Cuánta paciencia tiene
mi vieja máquina,
pues aún la aporreo
con torpe maña.
El ruido tosco y seco
que hacen sus teclas
acaso está en el fondo
de mis poemas.
Esta maciza Perkins
todo lo aguanta
menos que yo la cambie
por otra máquina.
Y cuando al fin le falte,
qué será de ella,
tan anticuada e inútil
para cualquiera.


Con mi hija

Papá, ¿los niños también se mueren?
Creía que sólo se morían los viejos.
Si no me hago vieja,
¿me muero?
Yo no quiero morirme.
Y si no subo al cielo,
¿qué hago dormida en una caja
todo el tiempo?
Todo el tiempo voy a aburrirme.

Papi, cuéntame un cuento


 «Papá, ¿cómo se sale del planeta?»

Y así de pronto no sé qué contestarle.
Le digo que, como la Tierra es redonda,
no puede salirse por ninguna parte.

Ella se calla. Pero no se conforma.
Le explico entonces que sólo en una nave
espacial podría atravesar la atmósfera.

Y se despreocupa, como si guardase
mi respuesta en la manga de la memoria
por si algún día tuviera que escaparse.




Manera de comer

Tengo en el plato, ya partido,
un pedazo de carne
de venado que corre por detrás de las dunas
mientras yo lo mastico y lo digiero
tan despacio
que acaso también él se haya parado
en cualquier tronco absorto del camino.

El cuchillo raspando sobre el barro del plato
me chilla que ahora mismo
él escarba en la tierra.
Y el sabor de su carne le va dando
al deleite furtivo de mi lengua
la tensa fruición de la berrea,
que a la noche extenúa con su celo.

La salsa me revela
que acaban de abatirlo en un recodo
implacable del bosque.
Cuando dejan los buitres en la arena
solamente los huesos
esparcidos
sobre un charco de sangre,
el plato está vacío.



LA MESA

Si una cosa de las que tiene encima
le dijera que siempre no fue mesa,
que sus patas fueron antes raíces
–aunque las tenga lisas, torneadas–,
lo negaría con todos sus clavos,
barnices y molduras a pesar
de las vetas o venas que la cruzan.

Nunca ha echado de menos una rama
flexible, acogedora. Sin embargo,
siempre dispuesta todo lo recibe
sin quejarse del peso ni del roce.
Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.
 

FRANCISCO JOSÉ CRUZ Y LA VOZ QUE VA POR DENTRO 
por Eugenio Montejo

En una significativa página comenta Juan Ramón Jiménez un breve pero decisivo recuerdo de sus inicios de poeta. Transcurrían los años del magisterio de Rubén Darío, cuyo formidable influjo copaba los ambientes literarios de España e Hispanoamérica. El joven Juan Ramón acababa de publicar en un periódico de Moguer un poema de manifiesto rasgo dariano, en que era patente cierta acentuación sonora, tal vez un tanto ajena a la composición del poema. Cuenta Juan Ramón que un viejo maestro del pueblo con quien se encontró entonces, le felicitó por la publicación de su poema. Sin embargo, a modo de íntima prevención, le dijo de seguida: «Pero no olvide que Vd. va por dentro». Las palabras del maestro, seguramente un hombre devoto de su tradición, obraron su efecto en el poeta. Lo indujeron a situarse ante sí mismo, a identificar su propia voz y, una vez despejado el comienzo, a encaminarse hacia su propio horizonte.

Traigo a colación esta remembranza al acercarme ahora a la compilación de poemas de Francisco José Cruz que aparece bajo el sello de las ediciones El otro@el mismo, pues me parece que el propósito que allí se revela concuerda con los del autor de estos poemas. Cruz es un poeta sevillano, conocedor cultivado de la tradición lírica andaluza, la popular y la culta, por cierto una de las más ricas de Europa, y que ha servido de venero asimismo de la lírica moderna de Occidente, al decir de Hugo Friedrich. Ha estudiado y antologado los cantares flamencos, sabe valorar las aportaciones de Bécquer, de Ferrán, así como las de otros continuadores pertenecientes a distintas escuelas, para no mencionar a los grandes autores del pasado.

Puede decirse que un signo peculiar de esa tradición se concreta en el brillo y los aderezos de la forma, el empleo del ingenio en procura de la gracia. No obstante, sin desmedro de otras opciones, Cruz ha elegido su propia vía, una vía austera, en que cede la palabra a las cosas y a los hechos, una vía, en fin, mediante la cual –según afirma en la entrevista que acompaña a esta publicación– «procuro que sea el lector el que ponga los sentimientos ante lo que se le muestre».

«Ir por dentro», aferrado al envés de su propia voz, le recomendaba aquel maestro al joven Juan Ramón, algo que, si seguimos el itinerario de los libros de Cruz, y en especial los aquí reunidos, se nos revela en cordial sintonía con su búsqueda lírica, más allá de las peculiares diferenciaciones de cada caso.

Uno de los rasgos que individualizan su palabra poética viene dado por la confrontación constante en el plano real o imaginario entre la ausencia y la presencia, binomio este que se concreta con todo su peso en la oposición de vida y muerte, memoria y olvido, fugacidad y permanencia, mediante un juego de oposiciones que no pocas veces procura unir en uno solo la tensión de los opuestos. El diálogo expreso de la voz que habla en sus poemas, o el diálogo de las cosas a las que la voz les es cedida, se materializa pues entre aquellos que aún están con nosotros y aquellos que ya se han ido o no sabemos dónde se encuentran, pese a que la tejedora memoria afectiva del poema se incline a mezclar ambas nociones. El estar o no estar de los seres y las cosas resulta entonces el esencial asunto de su poesía, un asunto que encuentra hondas raíces no sólo en los líricos que le preceden, sino que se manifiesta con una fatalidad peculiar en el cante flamenco.

La voz que asume la relación de sus poemas es fruto, en cambio, como hemos insinuado, de un despojo austero, que limita los elementos líricos a lo indispensable, con ahorro de cualquier adorno del que pueda prescindirse. Voz adusta y sin halagos, cuyo progresivo despojamiento podemos advertir desde sus creaciones del comienzo hasta las más recientes.

Un poema que expresa con manifiesta evidencia el juego de oposiciones entre la presencia y la ausencia es, por ejemplo, «Mis padres», del libro Maneras de vivir, que compulsa ambas nociones a propósito de la inverificable presencia de los padres:

Están aquí conmigo.
No sé cómo probarlo. Me acompañan.

Estos dos primeros versos tratan de proporcionarle hechos al lector, no conjeturas. El poeta afirma que «están aquí conmigo», aunque no pueda aducir prueba alguna. Tras esta aseveración prosigue el poema:

Están aquí conmigo,
apoyando su ausencia
común en estas líneas y aferrados,
como pueden, a los rasgos filiales,
de mi insomne genética.

La voz se adentra en la fusión de los contrarios, de modo que los padres se encuentran «apoyando su ausencia / común en estas líneas». Apoyan su ausencia, es decir, son ausentes que, sin embargo «están aquí conmigo», y toman por apoyo las líneas que la memoria graba o escribe para afianzar su certidumbre. Los dos versos siguientes refuerzan aún más la realidad de su compañía puesto que, «Están aquí, tratando de apuntarme / algo que yo no he escrito todavía». Con la fusión de los opuestos, adviene también la fusión de los tiempos, de modo que los padres, convertidos en veladores del insomne escriba, pueden anticipar los contenidos de su escritura, digamos que pueden aportar las respuestas antes que las preguntas se concreten. El poema consta de cinco versos más que merecen citarse por entero:

Están aquí, sin siquiera el atisbo
ambiguo de sus sombras.
Pero velan por mí,
a pesar de que yo los niegue ante mí mismo
y me empeñe en creer que son menos que nada.

La carencia de atisbo remite a la falta de indicios de su realidad, ya señalada antes, que coincide paradójicamente con la certeza de su compañía. En los dos versos finales el poeta confronta la conciencia racional de su negación secundado por la conciencia afectiva, que es la que prevalece en último término. Vemos, pues, que la voz que habla en el poema lo hace desde dentro y a la vez guiada por una innegable necesidad expresiva, si bien no nos atreveríamos a afirmar que en este caso deba el lector «poner los sentimientos», pues creemos que éste bien puede encontrarlos aquí, imantados al temblor de las palabras.

Ya sabemos que raramente un poema se rige por el tiempo lineal, pues, como observa Derek Walcott en un ensayo sobre Robert Frost, el poeta es siempre enemigo del tiempo, en todo caso, según aclara este autor de seguida, es el vencedor del tiempo, no su siervo. Bajo tal óptica deben ser leídos los poemas de Francisco José Cruz. En «El funambulista», por ejemplo, la imagen del volatinero, del funambulista, viene a ser propiamente la del día que imperceptiblemente transcurre: «por los altos cordeles de la ropa / el día hace equilibrio y lento pasa». Provisto del acopio de sus horas, por encima de los hombres y las casas, mediante un frágil y cuidadoso equilibrio, «pasa / de puntillas al lado que no vemos». El poema se encuentra recorrido por la conjetura de que el funámbulo pueda venirse a tierra: «Si perdiese un instante el equilibrio / y cayese hasta el suelo con su masa / de nubes y de pájaros monótonos», algo que, de llegar a ocurrir, según los versos finales: «a lo peor probamos la sospecha / de que el cuerpo del día es un fantasma». Se trata de un poema cuyo poder simbólico se abre a distintas interpretaciones. Sin embargo, su colocación en la página inicial del libro Maneras de vivir hace que bajo la imagen del funambulista pueda representarse no sólo el día, sino el poema mismo, y no alguno en particular, sino cada uno de los que componen el libro con su equilibrado avance de tensiones, precisiones e indispensables laconismos para atravesar el vacío de la página. De este modo, a cada nueva sílaba, como a cada nuevo paso del volatinero sobre la cuerda tensa, se desafía el peligro de la caída. No es, ya lo anotamos, la única lectura que pueda darse a esos versos, pero sí una de las más sugestivas.

En la esencial oposición que la presencia y la ausencia manifiestan en la poesía de Cruz se halla comprendida asimismo, con su carácter ineluctable, la de la vida y la muerte, tal como empieza a manifestarse gradualmente en los poemas de Maneras de vivir, y luego predomina de modo más determinante en los de A morir no se aprende, así como en los poemas inéditos de El espanto seguro que se han añadido a esta recopilación. La muerte, no como un tema invocado en correspondencia con alguna afinidad literaria, sino como una realidad concreta, registrada a partir de pérdidas sucesivas de los seres más cercanos al poeta, y de igual modo, la muerte reflejada sobre los objetos y los acontecimientos, en una especie de dibujo oblicuo que registra el dolor en forma proyectiva.

Un modo de ponerse a la altura de tanto dolor se concreta en la objetivación de los hechos, en la decisión de consignarlos y recrearlos sin patetismos ni añadidos innecesarios. A las fatales pruebas de la existencia responde el poeta con una palabra escrita desde el ser más que desde el saber, pues como anotó alguna vez Karl Jasper, «es a la hora del fracaso cuando debe hacerse la prueba del ser», es en su propio naufragio –dicho sea para mencionar un concepto luminoso de Ortega y Gasset– donde el hombre construye los signos que ha de dejar en la tierra. Y es esto lo que a nuestro parecer intenta Francisco José Cruz, un poeta aferrado a su tradición, a la voz humilde y desnuda del canto flamenco que sabe asimilar el fatum trágico y la pena tanto desde su fuerza como desde su carencia. «Esta sabiduría creadora –comenta el autor en la entrevista consignada en este libro– basada en la pobreza de los recursos, me ha enseñado a renunciar a lo prescindible y a recuperar en el poema lo necesario». En el mismo texto ha citado antes estos versos que proceden del canto anónimo: «Qué quieres que tenga / que m’ han dicho qu’a tu cuerpo / se lo va a comé la tierra».

El poema “A morir no se aprende”, que cierra el libro del mismo título, recalca la convicción de que en última cuenta resulta insuficiente el aprendizaje para encarar la muerte: «No se aprende a morir. / Siempre andamos perdidos / en medio de las cosas y la gente». Ciertamente, la interiorización de la impermanencia, de saber aprestarse para ver partir a los seres que nos serán siempre indispensables, y de aprestarse a partir cada cual a su vez, es un aprendizaje que consume la vida entera. Estos versos parecen recalcar, sin embargo, que si nunca se aprende del todo a morir, al menos podemos aprender a escribir sobre la muerte, a aproximarnos a ella con las palabras que sintamos más apropiadas, aquellas que dicte en su momento la necesidad expresiva, que es la horma verdadera de todo poema. Y es aquí donde el arte de Francisco José Cruz apela a un registro ceñido y despojado, el registro de la voz interiorizada, la voz que «va por dentro». No se manifiesta en estos libros ninguna aproximación a cualquiera de las tendencias que en los últimos años han polarizado la poesía española dentro de una discusión no del todo fértil. Cruz se atiene a su situación y a los elementos que han conformado su paisaje espiritual y su vida.

El despojo asumido por esta poesía tiene que ver con el léxico y los giros del lenguaje, ante los cuales opta por lo más elemental y necesario, pero al mismo tiempo el verso parece desceñirse de sus acentos y desembocar en un tono cercano a la conversación cotidiana. Tal ocurre cuando la voz que habla en sus versos refiere ciertos hechos que no se dejan enumerar sin aflicción, una circunstancia en que el poema mal podría admitir ningún rasgo de grandilocuencia ni distraerse con alardes técnicos de ninguna especie. Los elementos que se enumeran bastan en su cruda presencia para que la palabra se contamine de un acento tan descarnado como verdadero: «Nueve días semiinconsciente / mi hermano se estuvo muriendo / en una cama de hospital». La tensión está en los hechos que se refieren, los mismos que las palabras acogen con simplicidad y estremecido pudor.

Ya en su vejez, el poeta Boris Pasternak atribuía el haber llegado a la senectud, el haber sobrevivido a tantas tribulaciones sociales y personales, al hecho de no invocar expresamente nunca la muerte en sus palabras –la muerte, digamos, como pretexto retórico, más que como percance real–. Un tributo a la superstición por parte del célebre poeta ruso, que lo había incorporado casi como un artículo de fe. Sabemos que las supersticiones no faltan en el alma de los gitanos, las mismas que sin duda se manifiestan en la psicología andaluza. Francisco José Cruz se muestra sensible a algunos rasgos supersticiosos y hasta los incorpora como motivos de sus composiciones: «No me atrevo a intentar ciertos poemas / por el temor a que, tarde o temprano, / sus presagios se cumplan». El poema añade que no desea, según leemos entre los versos siguientes, «poner el miedo en órbita», para no despertar «al ogro atolondrado del futuro». En verdad, a la luz de los hechos fatales de los cuales proceden sus recientes poemas, llamar «ogro atolondrado» al fabricador de acontecimientos nefastos es una fina cortesía. Se trata más bien de un «ogro maléfico», cuyo acercamiento no conviene intentar sin prevenciones mediadoras, aunque éstas posean signos supersticiosos, que permitan tenerlo a raya.

Vemos, pues, cómo en los poemas de sus últimos libros puede tener cabida la superstición, que es una forma de recalcar la desprotección ante el futuro, pero no son admisibles la brillantez metafórica, el adorno verbal ni los juegos del ingenio. El dolor desnudo encarado mediante una pulcritud espiritual y una honradez ante sí mismo que se aferra a la objetividad de los hechos y, en general, a cierto estoicismo parecido al que el poeta Umberto Saba denominó «una serena desesperación».

Francisco José Cruz es un lector bastante enterado de la poesía escrita durante el último siglo en Hispanoamérica, tal como lo corrobora la difusión en la revista que dirige desde hace ya casi veinte años, Palimpsesto, de muchos poetas hispanoamericanos de renombre. Y quizá ese diálogo no haya ocurrido en vano, y el poeta de Hasta el último hueso encuentre de este lado del Atlántico otras raíces y otra filiación para establecer sus simpatías y deslindar sus diferencias.
                                                                                                                             
Junio de 2007




FRANCISCO JOSÉ CRUZ, Sevilla, España, 1962. ha publicado los siguientes libros de poemas: Prehistoria de los ángeles (Premio Barro de poesía, Sevilla, 1984); Bajo el velar del tiempo (1987); Maneras de vivir (I Premio Renacimiento de poesía Sevilla, 1998); A morir no se aprende (2003) y Hasta el último hueso (Poemas reunnidos 1998-2007)

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