sábado, 26 de marzo de 2011

Françoise Roy / Canadá


Françoise Roy nació en Québec, Canadá, en 1959. Estudió Geografía con diplomado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Florida (B.Sc. 1980, M.A., 1983) y un diplomado en traducción de la O.M.T (2000).
Ha publicado diez poemarios, una plaqueta, dos novelas y un libro de cuentos. De 2000 a 2007, escribió artículos sobre literatura en el suplemento cultural Acento del periódico La Voz de Michoacán. Es traductora certificada y miembro del taller de traducción literaria de la Universidad de Guadalajara. En 2002, fundó con otras poetas la revista mensual de arte y cultura Tragaluz, de la cual fue editora hasta su cierre en 2007. Ha traducido más de una cincuentena de libros, y una obra de teatro de Fernando Del Paso.
En 1997, recibió el Premio Nacional de Traducción Literaria de México; en 2002, el Premio Nacional de Cuento Victoria de las Mercedes (México D.F.), segundo lugar; en 2006, . el premio Jacqueline Déry-Mochon por su novela Si tu traversais le seuil; en 2007, el premio Nacional de Poesía Alonso Vidal; en 2005, fue finalista del Premio Acento de Cuento Breve y en 2006 obtuvo mención honorífica en el Séptimo Certamen Literario de Cuento “Sobre rieles”, casa de la Cultura de Nuevo León.
Fue becaria 2004-2005 y 2006-2007del Programa de Estímulos a la Creación Artística implementado por la Secretaría de Cultura de Jalisco y el CONACULTA, y en 2007, se hizo acreedora de una residencia artística en el Centro de Traducción Literaria del Banff Center for the Arts. En 2008, obtuvo el Premio Internacional Ditët e Naimit por su trayectoria literaria, galardón otorgado en Tetovo, Macedonia. En 2009, fue finalista del Concurso Literario de Radio Canadá en la categoría “Poesía”, segundo lugar del concurso de poesía Wine Fest, y obtuvo la residencia artística del FONCA en Argentina, de abril a junio del mismo año. En 2010, obtuvo el tercer lugar del concurso nacional Timón de oro, en la categoría “poesía”.
Vive en Guadalajara, México, desde 1992.


Ladrido de peces

El ángel jalaba mi energía. Mi energía como una piel, un lienzo de túnica, una cobija, mano flácida al final del brazo, cuerpo de suicida que pende al cabo de su cuerda. El Ángel jalaba como en el juego de la soga. El ángel de un lado, yo del otro. Un péndulo oscilando entre la sombra y la luz. “No quiero ir a los túneles de Gaza”, le digo. A los dos gatos, a mi esposo y a mí, nos sembraron en medio de las sábanas, quiero quedarme aquí, no a donde silban las balas, no en otra parte donde abren cuerpos como ostras al paso del cuchillo.

No quiero ver la película de horror, en su versión snuff. Y al mismo tiempo —cómo es la vida de terca, la belleza de inmortal— una flor crece en el desierto de Chihuahua, dibujando desde su cama de arena, con sus pinceles de clorofila, la estela diminuta de un avión supersónico (despega vertical hacia el cielo, como si quisiera alcanzar a Dios).
El ángel de un lado, yo del otro. Un péndulo oscilando entre la sombra y la luz.


La vena yugular

El nombre de una vena. Un ducto que sale del corazón y da la vuelta al cuerpo. Una palabra que evoca el puñal y los dramas pasionales. Busco el parentesco con el “yugo”, “subyugar”, y no encuentro genealogía común entre ese delicado tubo de carne de pétalos (atraviesa la garganta por fuera como una planta trepadora que fuese puro tronco) y lo que somete y pesa —bulto de Sísifo— sobre el lomo de los bueyes.
El libro de anatomía me dice que son cuatro y que ciñen el cuello.

Mano estranguladora sin palma: sólo cuatro dedos de piel tan delgada como la de una cebolla, rellenos de una savia rojo oscuro (la venal, más guinda que escarlata).
Uno pronuncia el nombre, yugular, y piensa de inmediato en el cordero tendido en el altar de un Dios seguramente refractario a los derrames de sangre.


Cuarto poema de amor

Me pregunto que tan hondo tendría que escarbar bajo la corteza de tu piel para hallarlo, ora ave enjaulada, ora orquídea, diamante que brilla solo en la negrura, lágrima de luz que se escurre en la mejilla del Universo. Escarbar como uno cava una tumba, las manos ampolladas sosteniendo una pala. Estratos de telas diversas encima —una placenta que late, se explaya en la distancia separando tu mano de mi cuerpo, que nada podría herir cuando estás cerca de mí—.
Yo, en cambio, lo llevo justo abajo de la piel, guante de cuerpo entero que se me hubiera deslizado por una hendidura en mi pecho, mi cráneo, donde fuera que algo tan delgado como una navaja pudiese penetrar atravesando la oscuridad de las entrañas. Lo único que tienes que hacer es rascar mi pecho con tus uñas, y lo verás expuesto en carne viva.
Y mi piel, enrollada en tu corazón.