viernes, 13 de junio de 2008

ARMANDO ROJAS GUARDIA


Armando Rojas Guardia

Nace en Venezuela en 1949.
Es considerado una de las voces fundamentales de la lírica venezolana contemporánea.
Poeta y ensayista, es uno de los fundadores del grupo Tráfico luego de transitar por el taller de poesía Calicanto; tiene en su haber poètico Del mismo amor ardiendo (1979); Yo supe de la vieja herida (1985); Poemas de Quebrada de la Virgen (1985); Hacia la noche viva (1989); Antología poética (Monte Ávila Editores, 1993); y La nada vigilante (1994). En 1981, fundó el grupo Tráfico



Su Poesía:


De Poemas de quebrada de la virgen

10

El sabor del agua después de gustar la picadura
holandesa de mi pipa.
El rojo asoleado del capó de un automóvil
donde canta la salud del siglo XX
La terca, muda, compacta verticalidad de la pared
-sacramento de la paciencia de las cosas
soportando, día tras día, el desorden de mi cuarto.
Los tristísimos ojos de Charles Baudelaire
-fotografiados ahí, sobre la mesa-
mendigos aún de la hermosura.
La silueta del gato visto anoche
jadeante y sigilosa como la luna de Edith Piaf.
La torpeza de aquel piano –tres apartamentos más abajo-
donde las manos de alguna pálida vecina ensayaban a Chopin

(bendito seas, Señor, en esta tarde cargada de misiles,
porque resuenan fragantes todavía la tos almidonada
y el frac y el malabar y la lavanda musical de Federico).
Aquel epicúreo rectángulo de sombra bajo el porche.
El color de la trinitaria en el crepúsculo
recordándome otra tarde en Nicaragua
en que bebí morado líquido (un jugo casual de pitahaya).
La risa de Miguel, para saber que existe el Paraíso
en la franja tropical de la memoria.
Haría falta también nombrar el cuento múltiple
de lo que me hace más sabio a su contacto:
el 3er, movimiento de la 9a. de Beethoven,
el cósmico juguete que son los dedos de Thelonius
tocando “Round Midnight”, un solo lentísimo de Parker
-por ejemplo, “Lover Man”- en la mañana
cuando el abrazo se demora, insiste, recomienza,
aquel poema de Ezra Pound, el que termina: "...la aurora entra en el cuarto,
con pasitos menudos,
como una dorada Pavlova...",
ciertas páginas calientes de Lezama
en que huele a malecón, las olas rompen
e incluso el mar tiene un color de daikirí,
aquella última secuencia de la película de Chaplin
(la ex ciega y el mendigo se consuelan
de su imposible amor, con la mirada).

Enumeraría igualmente esos instantes
inocentes, su gloriosa mansedumbre
que no vistió, desde luego, a Salomón:
el momento más justo del acorde,
la simetría sedante del paisaje,
la esbeltez japonesa de la curva,
la gravidez sonora del volumen,
la santa promiscuidad de los colores:

me refiero a Tus poemas menudos dibujando
la infinita secuencia de la anécdota
que le cuenta a mi muerte Scherezada
en la penúltima, horrenda, bella noche.

(A Miguel Márquez)

19

No buscados, hoy amanecen
el pan sin el soporte de la mesa,
el agua regia sin el vaso,
el árbol sin las letras que lo escriben o pronuncian,
el pájaro puntual en la ciudad dormida.

La lluvia pisa la grama y resucita
vírgenes perfumes. La cal nueva
fulge en la pared del campanario
donde el domingo me convoca.

Ese trozo de musgo en el asfalto
me recuerda que el Mundo, subversivo,
derrota a la Historia finalmente. Y con él,
vence este día, cabal e impronunciado,
rendimiento en su fasto la basura
acumulada ayer sobre la acera.

Hay asueto en la entraña del silencio
y hasta las motocicletas braman hoy
en el vacío festivo, como un circo
de animales prehistóricos jugando
en la infancia silvestre del oído.

La calle de siempre es otra calle:
una estampa escrita por detrás
en la caligrafía primera de la luz.
No hay mariposas, pero en cambio
los ojos de aquel perro, bajo el porche,
agradecen, acuosos, el sol tibio.

Me miran ignorando su dulzura
en la extática plegaria del instinto.

¿Cómo cristalizó el mito de esta hora
en el ateísmo líquido del tiempo?
Alguien dibuja el día por nosotros.
Alguien me ama hoy, secretamente.

(A Alberto Barrera)

25


Así como a veces desearíamos
que Karl Marx y Arthur Rimbaud
se hubiesen conocido en una mesa
de algún Café de Londres,
mientras en el agua sorda del Támesis
-ahíta de grumos aceitosos
que flotan entre botellas y colillas
y ropa gris de gente ahogada-
espera el Barco Ebrio, ya sin anclas,
a que el fantasma que recorra Europa
suba también, para zarpar
(Karl, vestido con blue jeans marineros
se despide de Engels en el muelle
y Tahúr hace lo propio con Verlaine
-los sueños insolentes hasta ahora enfundados
en la gorra que usó él mismo en la Comuna);

así como, a estas alturas, quisiéramos
que Hegel, apeado del estrado de su cátedra,
hubiese visitado a Hölderlin un día
en su manicomio oculto de la torre
para escuchar cómo el demente
-sin reconocerlo tal vez en su delirio-
le habla de un viejo amigo de Tubinga
con quien, en mitad de una fiesta adolescente,
bailó una mañana, junto a un árbol
por ellos mismos levantado
(“Libertad”, lo llamarían)
tan fieros y felices como niños orinándose,
con el impudor de los puerros, frente al rey
(en la siesta monocorde del verano,
recordando novias suavísimas de Heidelberg,
los dos compañeros se confiesan:
la razón deben pedirle a la locura
su danza irreductible, la inocencia
con que el loco Hiperión, desde su torre,
enseña al profesor de la luz blanca,
la rosa de los vientos del Espíritu,
no termina en el Estado de los Césares,
se burla de las Prusias de los Káiseres);

así querría yo hoy que a William Blake
lo hubiesen dejado predicar un solo día
sobre el púlpito labrado de una iglesia
-la catedral de Westminster, por ejemplo-
en presencia de arzobispos y presbíteros
y de una multitud de feligreses
harta, como todas, de sermones.
Imagino el viento sagrado resonando,
por primera vez, junto a los mármoles,
mientras los cuerpos, desnudados por fin
como a la hora del agua o del amor,
se erizan con el paso del Dios vivo
y tiemblan ante el olor de Cristo el Tigre
devorando las ingles de las almas,
ahora tan intactas, tan ebrias y tan vírgenes
como la de aquel niño canoso viendo ángeles
a la hora en que arde Venus sobre Lambeth
y hasta las prostitutas de Soho profetizan.



Poesía del Pensar *
Entrevista aArmando Rojas Guardia por Miguel Márquez

Si el templo de la poesía es la palabra, los poemas de Armando Rojas Guardia son formas arquitectónicas, trazados templados por la necesidad sonora, donde los volúmenes adquieren fisonomía por el ritmo y las piedras abundan, la dura consistencia de las rocas y los infinitos perfiles proliferan como genios. Brillos que en la oscuridad del alma nos regalan fasto y fiesta, reconciliación simbólica con zonas de nuestra psique que no lográbamos balbucear y que aquí, en sus poemas, vemos y leemos con renovada sorpresa y gratitud.

El esplendor y la espera (editorial Pequeña Venecia, 2000) es su libro más reciente, y para celebrar su aparición, la Dirección de Cultura de la Universidad de Los Andes, la Casa de las Letras Mariano Picón–Salas, el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, la Dirección de Literatura del Conac, la Maestría de Literatura Iberoamericana ULA y la Fundación Kuai–Mare del libro venezolano, unieron esfuerzos con el objeto de rendirle un homenaje a este poeta en la ciudad de Mérida.

Esta entrevista a Armando Rojas Guardia quiere darle la palabra a él para que nos hable, desde su perspectiva intransferible, de su libro.

Miguel Márquez: ¿Qué complejidad ofrece este libro con respecto a otros anteriores?
Armando Rojas Guardia: Este es un libro que escribí con gran esfuerzo y con una compulsión enorme que me obligaba a escribir todos los días durante meses. Inicialmente constaba de 30 poemas, que fui reduciendo paulatinamente a los catorce que aparecen en la edición definitiva de Pequeña Venecia. Yo considero que es mi mejor poemario, sencillamente porque creo que es lo que los alemanes llaman una "poesía del pensamiento", es decir, que imbrica lo mejor de mi visión poética del mundo con la textura de mis ensayos. Estoy sumamente complacido con la publicación del libro porque me costó mucho trabajo, mucho afán, mucho desvelo, por el inmenso trabajo que me supuso hacerlo.
MM: Dentro de esa mirada que tienes respecto a tu propio libro, como una poesía del pensamiento, ¿por qué el esplendor y por qué la espera?
ARG: Espera porque todo el libro está signado por la atención a la revelación, bien sea de lo cotidiano, bien sea de Dios, bien sea del deslumbramiento ante la vida. Espera porque todos los poemas viven en ese libro como aguardando la fulguración del instante donde se autorrevela el cosmos y también su Creador. Esplendor es el otro binomio semántico del título, sencillamente porque esa autorrevelación del cosmos o de Dios, que todo mi trabajo poético en este libro aguarda, es eminentemente extendente, es decir, hay una manifestación de la cadencia del ser que a mí me atrae llamar esplendor.
MM: Como escritor, eres un testimonio de lo que ha sido la búsqueda consciente de la articulación de una manera de estar en el mundo, reflexiva, consciente, lúcida, pero escribes un poema como "El libro contra la sospecha", donde la lucidez no es el valor fundamental ni primordial, no es lo que te guía como valor primario. ¿Qué hay cuando se toma una distancia con respecto a la lucidez, adonde se llega por este camino?
ARG: Yo digo en este poema, que es lo último del libro, que la lucidez es el último ídolo y el más útil. Me refiero a la lucidez del siglo XX, signado por la impronta de los grandes maestros de la sospecha, es decir, Marx Freud, Nietzsche. La lucidez que significa el desmontaje de lo ideológico, lo superyoico, del resentimiento, la voluntad de poder debilitada –según Nietzsche– conduce a un hipercriticismo tan radical que se muerde la cola. Es una especie de uroboro sumamente cerrado sobre sí mismo, y creo que la lucidez del siglo XX, siendo tan monstruosamente hipercrítica –me refiero a la lucidez intelectual y a la lucidez vital– puede conducir al abandono de otros conoceres, de otras texturas en el conocimiento humano que nuestra lucidez del siglo que acaba de terminar bloquea.
MM: ¿Crees que uno de esos saberes que bloquea el hipercriticismo es la mística? ¿Cómo incorporamos el misticismo en un mundo como éste tan ajeno y tan alejado del sentimiento de lo sagrado? ¿Cómo es posible reconciliarlo místico, el sentimiento de lo sagrado en un mundo tan prosaico?
ARG: La experiencia de lo sagrado es una experiencia inalienable. Instaura un tipo de conocimiento vivencial que el otro conocimiento propulsado por la lucidez hipercrítica pretende destruir. Pero ya Wittgenstein nos había dicho en el "Tractatus" que todo aquello que el lenguaje no puede asir, es decir, todo aquello que es indecible, es precisamente lo mismo.
Por supuesto me refiero a una mística contemporánea, no es la mística reproducida a calco de un San Juan de la Cruz o de una Teresa de Ávila, que vivieron en el siglo XVI sus grandes vivencias místicas. La mística a la que ahora me refiero es una mística dentro de una civilización que tiene ya muchos riesgos de una cultura poscristiana. La mística en la que yo creo es una suerte de vivencia de lo sagrado desde la entraña de un conocimiento inefable del ser. Esa experiencia mística es una especie de captura de lo esencial para la vida del hombre.
MM: Y dentro de la vivencia de la mística y del sentimiento de lo sagrado también ha estado siempre en ti la conciencia del tú como un valor fundamental de tu reflexión cristiana, reflexionas el tú, sobre el otro, que nuestros países adquieren el rostro de los oprimidos. ¿De qué manera está presente esta reflexión en este, tu último poemario?
ARG: En éste hay una experiencia radical de la alteridad asagrada que nos constituye en cuanto sujetos. En toda mi poesía y en mi obra ensayística yo he tratado de desplegar la experiencia radical del otro como un dato insoslayable de la propia conciencia. Es decir, creo que no puede darse una conciencia adulta dentro de la mismidad del yo entendido como una especie de espacio clauso, cerrado, que tenga bloqueado el sentido y el sentimiento de la alteridad. Creo que es ese el mensaje de Jesús de Nazareth, tomando lo esencial de él. Por supuesto que la experiencia radical del otro nos conduce a la vivencia de nuestra vinculación con los oprimidos, porque sencillamente donde el otro se expresa más desnudamente como otro que juzga e interpela la mismidad del yo, es en el pobre y el oprimido.
MM: En algunos poemas la presencia de la naturaleza se da de una manera. Poemas como por ejemplo "Donde está el jardín", "Mandala" o "John Coltrane". Entre la vivencia de la naturaleza, que explica por ejemplo tu cercanía a una ciudad como Mérida, y también tu pasión por el jazz, que es una música emblemática de la ciudad, ¿cuál es el diálogo que establece en tu poesía?
ARG: En todos mis libros aparece muy poco la naturaleza, salvo en este último poemario, donde sí hay una especie de experiencia de lo natural como en los poemas "Mística de árbol" o en "Dios es pequeño", porque mi preocupación ahora gira en torno a la vivencia de lo sagrado en el plano cósmico, en el plano de nuestra captación del universo. Estoy en Mérida, cercado por inmensas moles montañosas, y me siento a veces en una especie de levitación galáctica al andar por las calles y ver la Sierra Nevada, por cuanto vivo y padezco la percepción de lo natural radical entre estas calles. Tu citas el poema "John Coltrane", que es un poema sobre el sentido del cuerpo, del propio cuerpo humano en el jazz. Quiero decir que esa especie de contraposición entre lo natural y la cultura, porque el jazz, por supuesto, es un producto entrañable de la cultura universal, esa bipolaridad entre lo natural radical y lo cultural radical deben resolverse en la conciencia de que tal disparidad no existe, porque lo más radicalmente cultural nos conduce a la necesidad, a lo cósmico natural y viceversa.

* Publicado en El Universal, 10 de diciembre de 2000


Poemas I y II de "La nada vigilante"


Espero al poema
como aguardo el placer al inicio de la cópula,
lentísimo, fértil.
Espero al poema atisbando su llegada
en el ápice mismo donde cruje
y levanta las alas.
Espero al poema adviniéndome,
pulsándome desde el vacío mental,
demorándose bajo la red de mis nervios
inmóviles como la página blanca
que me arde en los labios.
Espero el poema, su olor difícil
en la pulpa del deseo,
su ráfaga entre las grietas de la atención,
su pausa virgen que la letra goza.
Espero al poema con los ojos de mi madre,
ávidos desde la muerte.

*****

El poema imposible
me desgasta de antemano.
Deletreo sus sílabas sin saberlas,
dispuesto sólo a un aire diáfano
moviéndose en mi boca para nadie.
Tanteándome roto de palabras
voy dejando que crezca en mi costado
un un florecimiento de mudez
donde rebrille la atención inmóvil.
Está hueca la voz
como un nombre de cadáver
pudriéndose en el centro de la página.
Pero me acostumbro al jadeo
a la ronca lisura.
Nada hay detrás del pensamiento,
nada en estas metáforas,

apenas la exacta vigilia
para otear cómo brota inalcanzable
el cactus del poema.


LA DESNUDEZ DEL LOCO

1

La hora de bañarse era a las doce.
Bajo la ducha todos, uno a uno.
Las paredes: amarillentas, desteñidas.
El sol del mediodía en las ventanas.
Atrás dejábamos el patio, los árboles inmóviles
y el rotundo imperio de la luz de agosto.
Nos desvestíamos con prisa (El enfermero
conminaba a hacerlo de ese modo).
Juntos y desnudos ante los cuatro grifos
de los que brotaba la ancestral terapia
aplicable en estos casos: agua fría.
Llegábamos en grupos hasta el baño,
desamparada fraternidad de cuerpos,
goteantes carnes, en la mitad del mundo
-porque estar allí era una cósmica intemperie,
la orfandad meridiana y absoluta:
verse a sí mismo, desnudo ante los otros,
desnudos también ellos, devolviéndonos
a la solar ingrimitud de ser un cuerpo
parado allí frente a los ojos
del escrutinio ajeno, sin la sombra
bienhechora y cobijante del pudor:
sólo desnudo como el Adán culpable
con la conciencia súbita de estarlo
en la desolación panóptica del día,
justo en el eje de las doce en punto.
Sí, el sol en las ventanas también era
un ojo coherente y vertical:
la mirada de Dios, omnividente,
de la que deseábamos huir, sólo escapar
para no sentir la vergüenza de ser vistos
siempre desnudos, con el sudor manante.
Y el agua de la ducha va cayendo
sobre la desnudez flagrante y compartida
y no aminora el ardor de ese Ojo vivo
clavado en la pulpa de ser hombre,
ese sol sin párpados brillando
sobre la piel empapada por el chorro
de un gran incendio líquido.
Nuestros pies
chapotean en los pozos que las grietas
del piso hacen aflorar en torno a ellos
y un asco en flor asciende hasta la boca:
náusea del agua corrompida que pisamos,
de esos viscosos charcos, de la humedad
pringosa, del olor a orina, de las losas sucias,
asco de tanto desamparo genital
en el centro nítido del cuerpo
mientras el paranoico estupor del mundo
permanece acribillado de ojos y más ojos
dentro de la totalidad de la canícula.

Íbamos por fin saliendo, unos tras otros.
Cabeceaban los árboles. Agosto
refulgía, preciso, en la luz densa
que gravitaba alrededor del patio.
El almuerzo aguardaba (la comida
era tomada con las manos: los cubiertos
podían significar intentos de suicidio).
Y esa ración de cárcel en los dedos
venía a ser otra manera, avergonzada,
de ser siempre observados
-ahora ridículos, asiendo
un puñado de arroz con la torpeza
del que no se habitúa a comerlo de ese modo-,
en cada bocado masticando el pánico
desnudo de Adán a mediodía
que en el baño fue certeza sensorial, clarividencia.